dimecres, d’octubre 29, 2008

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Sin embargo, todo cambió a mediados del siglo XIV: sobrevino una vez más la oscuridad y absorbió a Pekín y a Hangchow, a los grandes puertos, a los apiñados juncos y a la noble civilización. Ya no fue sichurissima la gran ruta comercial, y los sacerdotes cristianos ya no cantaron sus misas en Zaiton. La dinastía tártara cayó y los nuevos gobernantes de China retornaron a la antigua política antiextranjera; aún más, el Islam extendió sus conquistas en toda el Asia Central y se interpuso como una suerte de valla entre el Lejano Oriente y el Occidente, como un gran muro de intolerancia y de odio, mucho más sólido que la gran muralla de piedra construida en otro tiempo por los chinos para contener a los tártaros. Los portentos de Marco Polo se convirtieron en una mera leyenda, en la fábula de un viajero. Pero el gran aventurero no había finalizado su empresa. Casi un siglo y medio después de la muerte de Marco, un capitán de marina genovés se consagraba a leer detenidamente uno de esos libros que hacía tan poco habían comenzado a imprimirse y que la gente empezaba a comprar y a pasarse de mano en mano. El texto que recorría era una versión latina de los viajes de Marco Polo. Lo estaba leyendo atentamente y, por cierto, con pasión. Mientras leía, escribía notas al margen; y puso notas a lo largo de setenta páginas. De vez en cuando fruncía el entrecejo, tornaba las hojas y releía la historia de aquellos inmensos puertos de Catay y de los palacios con techos de oro de Cipango. Y siempre se preguntaba cómo podría llegarse a esas regiones, pues en ese momento un muro de oscuridad cubría Asia Central y la anraquía bloqueaba el camino que conducía al Glofa Pérsico. Un día -¿no podemos verlo, acaso?- levantó la cabeza y golpeó con la mano sobre la mesa. "Navegaré hacia el oeste -dijo-. Quizá encuentre, en el Océano Occidental, la perdida isla de Antilla y, sin duda, he de llegar a la costa más lejana de Cipango, pues la tierra es redonda y en algún lugar de esos inmensos mares, más allá de la costa de Europa, tiene que estar la rica Catay de Marco Polo. Solicitaré a los reyes de Inglaterra y de España una nave y una tripulación, y la seda, las especias y las riquezas serán de ellos. Navegaré rumbo al oeste -dijo el capitán genovés golpeándose el muslo-. ¡Navegaré rumbo al oeste, rumbo al oeste, rumbo al oeste! Y este fue el último de los prodigios del signor Polo: ¡descubrió la China en el siglo XIII, cuando estaba vivo, y en el siglo XV, cuando ya había muerto, descubrió América!


POWER, E. ,Gente de la Edad Media. Capítulo II Marco Polo, un viajero veneciano del siglo XIII