dimarts, d’agost 09, 2011

El púlpito y la plaza

Para hacer el tan mentado trabajo práctico para Historia, de la lista de bibliografía obligatoria cae a mis manos un librito que se llama, como se habrán dado cuenta, “El púlpito y la plaza (eh he he, si le sacás el acento a púlpito queda pulpito… El pulpito y la plaza… risa tonta): Clero, Sociedad y Política de la Monarquía Católica a la República Rosista”, de Roberto Di Stefano.

Para mí, que tengo una debilidad por los textos históricos y, sobre todo, por aquellos con datos anecdóticos de esos que al fin y al cabo son los que más quedan grabados, este libro ha sido una gran fuente de ellos. GRAN. Y en un sólo capítulo un encuentra cosas como estas:

(y acá es cuando viene una sucesión interminable de fragmentos extraídos del texto, que sólo tienen sentido y gracia para mí, pueden salteárselo) (no lo hagan, son divertidos) (para mí)
(los resaltados son míos)

“El malestar que provocaba en un clero imbuido de estas ideas la llegada de un obispo con intenciones de hacer y deshacer en su obispado puede vislumbrarse en el hecho de que dos de los tres obispos que gobernaron la diócesis después de la expulsión de los jesuitas tuvieron gravísimos problemas con sus súbditos: Malvar y Pinto (…) debió ser trasladado porque su situación se había vuelto insostenible y ya casi no podía salir a la calle; de Lué y Riega se dice que uno de sus canónigos lo ayudó a morirse de una vez…”

“(…) Con el proceso de politización revolucionaria los episodios tumultuosos se multiplicaron y se exacerbaron hasta llegar a los tiros, las tentativas de incendio y todo tipo de excesos. En el clero regular las pasiones estaban muy encendidas y resultaban particularmente visibles a causa de la vida común, que favorecía la formación de facciones. Los comportamientos tumultuarios fueron menos comunes entre los clérigos, más proclives a expresar sus resentimientos por medio de la intriga. Entre el obispo Lué y su cabildo mediaba desde el comienzo  una relación difícil (…), no podía sino ganarse el odio de los canónigos porteños, famosos por su incapacidad para disimular sus inquinas”.

“La movilización había comenzado en el clero, como en la sociedad en su conjunto, con las invasiones inglesas (…) El oficial británico [Gillespie] tendría pronto ocasión de tirotearse con ese clero tumultuoso que desde las iglesias de Buenos Aires dirigía el 12 de agosto los movimientos de los combatientes que se posicionaban en las plazas y calles. Los edificios religiosos, más altos que el resto, se usaban además para emplazar piezas de artillería y fusiles que apuntaban hacia el fuerte: ‘Teníamos orden de respetar los santuarios, pero se hicieron tan molestos por su fuego de cañoncitos y mosquetería, que no podíamos contenernos de retribuirles con iguales favores (…)’”.

“Gomensoro, agitador célebre, tuvo el buen humor de anotar entre las partidas de defunciones del año 1810 la del gobierno español: ‘El 25 de este mes de mayo expiró en esta Provincia del Río de la Plata la tiránica jurisdicción de los virreyes, la dominación déspota de la Península Española y el escandaloso influjo de todos los españoles…’”.

“La lista de rebeldes que Vigodet comienza a desgranarle al obispo incluye al cura de Canelones, al de Colonia, al ex párroco del Colla entonces prófugo, a los párrocos de Víboras, Soriano y San José… pero luego se da cuenta de que el camino más breve es enumerar a los pocos que se salvan: los “lobos carniceros”, concluye, son en realidad todos, ‘si exceptuamos al del Arroyo de la China y al que hoy está interino en la Colonia en lugar del revolucionario Enrique de la Peña’”.

“El relato de un testigo de las ejecuciones de los cómplices del motín de Álzaga, en 1812, rememora la imagen del “venerable” padre fray Julián Perdriel, provincial de los dominicos, sentado a una mesa al pie de las horcas, desde donde “exhortaba al escarmiento” a quien quisiera oírle y también a quien no tuviera más remedio, como era el caso de los tiernos alumnos de los colegios de la ciudad, conducidos cada día a la plaza para contemplar el espectáculo. Entre las escuelas que más apreciaban esta excursión didáctica figuraba justamente la de Santo Domingo, desde donde los niños eran llevados a la plaza de la mano del padre maestro fray Juan González…”

Y ya que hablamos de colegios y educación, viene a cuento este fragmento de otro capítulo del mismo libro:

“Es cierto que no siempre el colegio [San Carlos] satisfizo plenamente las expectativas en él depositadas, que algunos de los sacerdotes responsables demostraban a veces demasiada fe en la eficacia de los azotes y de otras prácticas poco misericordiosas, como obligar a los alumnos a comer en el suelo, incluso “por causas ligeras”, y que esos castigos se sumaban a condiciones de vida que no siempre estaban a la altura del prestigio del colegio (según el testimonio del padre de dos colegiales el frío era la regla durante las interminables noches de invierno, el agua potable se guardaba en tinas “donde caen las ratas de que abunda el colegio” y a las que se allegaban a beber todo tipo de alimañas, además de que la comida era del tipo de la que “se reparte en la cárcel a los presos”). Pero en términos generales el colegio parece haber cumplido su función y, de hecho, los episodios de protesta fueron raros. (72)

(72) Por ejemplo la toma del colegio de 1796, que V. F. López consideraba expresión de un “espíritu guerrero” que habría de manifestarse plenamente en la revolución. Durante el motín los colegiales “prendieron y castigaron con golpes a los superiores de quienes tenían quejas” y “tomaron todas las alturas, resueltos por pura calaverada [sic] a dar batalla y sostener el sitio a todo trance”. Las tomas de colegio y universidades de hoy son juegos de niños en comparación a las que protagonizaron los colegiales del San Carlos, que con “muchas armas de fuego” que habían cautelosamente almacenado recibieron a balazos a los oidores de la audiencia, que trataron de mediar en el conflicto, al punto de que fue preciso para reducirlos “echar sobre ellos el cuerpo veterano del Fijo y dar un asalto que produjo algunas crueles desgracias”. Cfr. V. F. López, Historia de la República Argentina. Su origen y desarrollo político, vol. III, Buenos Aires, Kraft, 1913, pp. 139-140”

No me digan que no se rieron con ésa.
Y por último, un fragmento digno de Susana Giménez:

“La pasión por los fósiles que se había apoderado de Muñoz sedujo también a un dominico, fray Manuel de Torres, al que se le encargó la tarea de desenterrar al primer megaterio de la historia de la ciencia, encontrado a orillas del río Luján (el esqueleto fue enviado a la corte, desde donde se solicitó el envío de un ejemplar vivo)”

Y todavía me quedan algunas fotocopias por leer. Creo que le voy a pedir a Papá Noel este libro para Navidad. No puedo dejar de imaginarme a unos curitas al estilo del Padre Brown, pequeños y rechonchos, corriendo, gritando y agitando palos.